sábado, 18 de abril de 2015

La Perspectiva Escatológica, por Ramos García (III de XIV)

3. EL CARÁCTER SOCIAL DEL JUICIO UNIVERSAL

Pero con lo hasta aquí expuesto no aparece suficientemente claro el carácter social del juicio universal de vivos. No basta, en efecto, establecer la eliminación de los impíos en masa, con el fin de que campeen los justos libremente. Hay que expresar además lo que ya se sobreentendía, y es que esos impíos estaban organizados en sociedad, la sociedad del último anticristo, y es esa sociedad escatológica de los impíos, infieles, incrédulos y apóstatas, la que se hará desaparecer en el juicio universal, para que pueda campear libremente la sociedad de Cristo, que es la Iglesia. No se trata ya de la fundación de la Iglesia, o implantación del reino de Cristo entre los hombres, sino de quitar de en medio el reino del anticristo, para que campee libremente el reino de Cristo ya existente.
Este es en sustancia el fin y el desenlace de todas las Profecías (cf. Hab. II, 3), y a él se refiere San Pablo, cuando escribe compendiosamente: "Después el fin, cuando Él entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya evacuado todo principado y toda potestad y toda virtud". Es necesario, pues (así el griego), que Él reine (I Cor. XV, 24-25). Lo que antes llamábamos limpieza general de los impíos, es ahora evacuación, o quite de en medio, que importa aniquilamiento, no mero aplastamiento, de toda otra potestad que se supone hostil a la regia potestad de Cristo, porque es necesario que Cristo, sólo Cristo, reine.
Esa es la perspectiva escatológica de los profetas de Israel, a comenzar desde David (Sal. II y CIX [CX]: cf. Heb. X, 13), los cuales al juicio y exterminio universal de las naciones hostiles al pueblo de Dios, hacen seguir el pacífico reinado mesiano. "Y reinará Yahvé, que concluye Abdías; Y Yahvé será Rey sobre la tierra entera ", que explica Zac. XIV, 9 (cf. XIV, 5), y así una multitud de equivalentes lugares paralelos.

Mas en este particular es singularmente expresivo el profeta Daniel, cuando tras el reinado de las cuatro bestias y quema del cuerpo de la cuarta y última, quitado en juicio el poder también a ésta, el ejercicio de toda potestad y la grandeza del reino subceleste se trasfiere al Hijo del hombre, que viene sobre las nubes (= Ap. I, 7; Mat. XXIV, 30; XXVI, 64 y par.) y al pueblo de los santos del Altísimo (Dn. VII, 11 ss.).

La venida del Señor sobre las nubes nos traslada de un vuelo al plano escatológico, o de su segunda venida. El Señor volverá de la manera que se fué (Act. I, 11). En una nube subió al cielo, y entre nubes volverá a juzgar a los hombres; y precisando más, en los torbellinos del Austro, como se le reveló a Zac. IX, 14 (cf. Hab. III, 3)[1]. Suponer que esa venida del Señor, cabalgando sobre las nubes, es ambivalente de la primera y segunda venida no lleva camino, pues en cuantos lugares habla de tal venida la Escritura, que son unos seis o siete, constantemente se refiere a la segunda, y sólo a la segunda. Y por con-siguiente, el reinado del Señor y de los santos, que a esa venida con las nubes se sigue, es de un carácter manifiestamente escatológico.
No se trata, pues, ahí del establecimiento del reino mesiano entre los hombres con la fundación de la Iglesia histórica, sino de dar a ese mismo reino, ya fundado, libertad y grandeza única ("la magnificencia de los reinos que hay debajo de todo el cielo", de Dn. VII, 27), en una Iglesia escatológica, que no puede ser sino continuación de la Iglesia histórica, pero en mejores condiciones, por la eliminación de todo otro poder adverso.
Cada vez que se hace más evidente el paralelismo entre las antiguas profecías y el Apocalipsis, que las sintetiza sistematizándolas (cf. Ap. X, 7), en hacer seguir al juicio universal de las naciones, el tan traído y llevado reinado mesiano, allí con una perspectiva terrestre indefinida, aquí con un margen concreto, real o simbólico, de mil años. Ni es difícil dar con la razón de esa diferencia, como ya insinuábamos, y es que los antiguos profetas no conocían el juicio final subsiguiente, que es el tope obligado de la historia humana.
Por lo demás el reino apocalíptico de Cristo, superada esa barrera, meramente extrínseca, será no sólo indefinido sino eterno, según se anuncia en Ap. XI, 18, en consonancia con Dn. VII, 27; Is. IX, 7 (cf. Lc. I, 32 s. etc.).


4. EL MISTERIO DE LA INIQUIDAD

El bloque de las potestades hostiles a Cristo, que serán quitadas de en medio en su parusía, no es más que la prolongación y organización de las potestades humanas, que penetradas de espíritu satánico, más contradicción hicieron en el curso de la historia al reino de Dios entre los hombres, representado éste primero en Israel y luego en la Iglesia de Cristo.

Daniel vió figurado ese bloque nefasto en la estatua que en sueños se le mostró al rey de Babilonia (Dn. II) la cual en sus partes mayores, señaladas da arriba abajo, representaba a los cuatro grandes imperios por venir, antecesores del reino mesiano. Último de ellos, el de Roma, dividido luego en occidental y oriental, estaba adecuadamente figurado en las dos piernas de donde salieron los varios estados modernos, significados en número redondo en los diez dedos de entrambos pies[2].
Roma, el derecho romano y su cultura, es el signo de toda nuestra civilización, que lleva camino de hacerse universal; y cuando los estados que en número simbólico de diez, integran esa unidad, se mancomunen contra la Iglesia de Cristo habrá llegado el reinado del dragón rojo (Ap. XII), provisto de siete cabezas y diez cuernos, animados todos del mismo espíritu, y con ello la humanidad habrá entrado de lleno en los tiempos apocalípticos. Es el misterio de la iniquidad (I Thes. II, 7), que grabado como un estigma en la frente de Babilonia-Roma llegará a su culminación cuando la rija el último anticristo (Ap. XVII, 3 ss.).
No nos convencen los que quieren ver ya cumplido todo esto en la Roma de los Césares, o en los Césares de Roma pagana; y las mismas dificultades con que tropiezan al intentar hacer la aplicación, son una señal evidente de que no han dado de lleno en el blanco[3]. Una cosa es el que el misterio de la iniquidad se dibujara ya en la Roma pagana, perseguidora de la Iglesia naciente, y otra muy diferente el que ese misterio se manifestara allí entonces, ni nunca, en todo su desarrollo, y no más bien en otra ciudad, imperio o nación, que mejor recogiera su herencia de hegemonía universal, juntamente con su espíritu adverso al Cristianismo.
La Babilonia apocalíptica sería así, no la Roma cesárea, ni menos la papal, sino el mundo civilizado en general, todo él de signo romano, con una organización política colosal, fundamentada primero a espaldas del Evangelio — el dragón rojo (Ap. XII) —, y luego directamente contra él — la bestia, su heredera (Ap. XIII)—. Sería esto por otras palabras, la general apostasía de las naciones, abocada a la venida del hijo de pecado (II Thes. II, 3; cf. Rom. XI, 19 s.), el último de una serie de anticristos (I Jn. II, 18.22; IV, 3; II Jn. 7), que regirá algún día los destinos de esa Babilonia (Ap. XVII, 3), centro y complejo a la vez del mundo anticristiano.

Ni el cuadro de sus crímenes (Ap. XVII), ni menos el de su castigo (Ap. XVIII), como acto que es de juicio inexorable, puede convenir a la Roma pagana. Sabemos, en efecto, que Cristo en su primera venida, no vino a juzgar sino a salvar el mundo (Jn. III, 17). El mundo pagano había justamente excitado la ira de Dios (Rom. I, 18 ss.), mas por esta vez se determinó a perdonar al mundo sus pasados extravíos (Rom. III, 25), haciendo la vista gorda (despiciens) sobre los tiempos de ignorancia de la paganía, e invitando a todos a que hagan penitencia, antes que venga el juicio que hará en su día el Resucitado (Act. XVII, 20 s.).
Ese día no es ciertamente aquel en que Nerón incendió a Roma, o en que Roma pagana cayó bajo las armas de Constantino, ni menos la Roma, ya cristiana, a manos de los bárbaros del norte. A nada de eso se parece el incendio de la Roma apocalíptica, que es sin duda uno de los actos más característicos del juicio universal de las naciones o de vivos.
San Pedro en su segunda canónica abunda en los mismos sentimientos. Piensan algunos impacientes, que el Señor tarda en volver a cumplir sus promesas de destruir la impiedad y establecer la justicia en la tierra — común enseñanza profética del Antiguo Testamento, injertada en el Nuevo—. No hay tal. Lo que hay es que el Señor es longánimo, y ha dado un plazo de salud al mundo: "Y creed que la longanimidad de nuestro Señor es para salvación, según os lo escribió igualmente nuestro amado hermano Pablo, conforme a la sabiduría que le ha sido concedida" (II Ped. III, 15).

Para concluir, diciendo mucho en pocas palabras, la Babilonia apocalíptica no es el mundo pagano, sino el mundo apóstata, o renuente, en una palabra, el anticristiano: es la anti-iglesia que tendrá por cabeza al anticristo; es el cuerpo de la cuarta y última bestia[4], destinado al fuego (Dn. VII, 11); es la gran ramera, o la esposa infiel[5], que ha de ser quemada y aventada (Ap. XVIII), para dar libertad y holgura a la fiel esposa de Cristo, que es la Iglesia, y ante el castigo de su rival se prepara próximamente a celebrar sus bodas con el Cordero divino (Ap. XIX, 7 ss.) en el pacifico reinado subsiguiente (Ap. XX).
La articulación entre el reinado mesiano y el inicio punitivo de la gran ramera, no puede ser más estrecha, y creemos que con ello queda bien probada la futuridad escatológica así del juicio como del reinado, que se presenta como su natural continuación. Cabalmente se  quita del medio a la ramera, para que campee libremente la esposa, engalanada con las obras santas de los justos (Ap. XIX, 18; cf. Mt. XIII, 43).
Con esto tenemos fuera de combate a uno de los grandes enemigos del hombre, que es el mundo. Vamos a ver, si a la sazón, corre igual suerte su aliado el demonio.




[1] Como ya lo dijimos más arriba, creemos que esta cita de Habacuc (y por lo tanto la de Zacarías, que parece ser paralela) se refiere al juicio sobre Idumea, anterior incluso a la batalla contra el Anticristo.

[2] No nos parece, ni de cerca, que el último sea Roma; por otra parte, creemos que los diez dedos significan los diez cuernos de la Bestia, pero no es éste el lugar ni el momento de dar nuestra visión desta profecía.

[3] Interesante observación.

[4] Nos parece mejor decir: es la cabeza de la cuarta y última bestia, etc.

[5] ¿Esposa?